viernes, 28 de noviembre de 2008

Una de mis estrellitas


Desde que soy mama, me duele en el alma cuando escucho o veo en el noticiero sobre maltrato o abandono de menores. Siempre pienso; “Y si fueran mis hijas?” Es por eso que Hoy quisiera hablar de una mujer que admiro mucho es Pilar Rahola. Autora de los libros “"Carta a mi hijo adoptado" y "Historia de Ada. Los derechos pisoteados de los niños" Libros que leí y dejaron una huella permanente dentro de mi, esos dos libros son dedicados a sus dos hijos adoptados ya que Rahola es una mujer Casada, con tres hijos. Una hija biológica y dos hijos adoptados: Noé, adoptado el 1993 en Barcelona, y Ada, adoptada en Siberia el año 2001. Pueden ver su biografía en http://www.pilarrahola.com/

La primera vez que supe de Pilar Rahola fue cuando leí una nota que ella envió para El Reloj.com, se llama La princesita, es una pequeña narración de la primera vez que ella vio a su hija Ada, Rahola asegura que cuando conoció a Ada llegó a la conclusión de que era la niña mas triste del mundo.
Aquí se las dejo

LA PRINCESITA

No sabemos la hora. Quizás entró de noche, para que no la vieran. O tal vez llegó al hospital de madrugada, a la hora de las brujas, cuando todo resulta extraño e imprevisto. Tampoco sabemos si su madre la acompañaba, aunque fue su ángel guardián durante los meses del embarazo, escondiéndola, protegiéndola. A la hora que fuera, sola o acompañada, lo cierto es que, hoy hace cinco años, llegó a un hospital sórdido, en una ciudad fuera de los mapas del mundo, en medio de una tragedia que acompañaba a aquellas tierras desde hacía siglos, y la tuvo. Un parto rápido, una niña nacida sin deseo, fruto de una violación y de un dolor, unas horas para mirarla y, quizás, para llorarla. Y después, al día siguiente, sin la vergüenza de un embarazo no deseado, en una sociedad de media luna islámica que señala y condena a las madres solteras, liberada de cargas imposibles, volvió a su pueblo rural, a los pies de las montañas del Bashkortosthan, para continuar su vida sin futuro. Tres veces fueron a verla las autoridades pertinentes, y tres veces negó a su hija. No era suya, no la quería, no la podía tener. Y así, sin nadie que la deseara, delgadita y asustadiza, comenzó a palpitar su cuerpo blanquísimo en una cama de hospital, bajo la ampara de un gobierno que tenía miles como ella. A los cuatro días ya estaba en un orfanato. Y durante el resto de su vida, hasta un 23 de junio de un año después, ella solo fue un número en la estadística de niños abandonados que habitan las esquinas del mundo, triste como todos los niños tristes. Enferma, como la mayoría de los niños que mueren antes de los cinco años por enfermedades curables, primero diversas bronquitis, una hepatitis, sarna, salmonelosis, neumonía… Llegó a su primer año sin ser capaz de aguantar la cabeza, como muchos niños como ella, que tardan en desarrollar los músculos del cuello porqué nadie los levanta. Ningún beso, ningún abrazo de última hora cuando la barriguita hace daño, ninguna música suave para acompañar los miedos de la noche, ninguna caricia. La soledad es un amante abrasador y asfixiante, cuando se convierte en el compañero de viaje de un niño pequeño. Día a día, mes a mes. Tenía un nombre y lo conocía. Pero no se oía llamar con la dulzura propia de las madres y los padres cuando llaman a sus hijos. No había padres, ni abuelos, ni primitos, ni tíos. Y por las noches, el pipi que le había sonrojado las piernas, porqué en el orfanato no había dinero para comprar pañales, la hacía llorar. El llanto solitario. También lloraba con cada enfermedad que la hería, siempre en soledad. Y así la conocimos, llorando. Iniciaba su primera bronquitis que, finalmente, se convirtió en una neumonía. No nos miró, no miró el peluche que le enseñábamos ilusionados, no miró los brazos que querían abrazarla, no miró las lágrimas que nos caían. Nosotros solo éramos otros adultos anónimos, en su vida indiferente. La primera vez que fijó la mirada fue cuando le pusimos sus primeros zapatos. Los primeros de su vida. Y así, a pasitos, aprendió a caminar por las rutas de la felicidad, lentamente, recelosa y asustada, a veces agresiva. Había decidido que no se fiaría de nosotros fácilmente. Cuando, ante un dulce, esbozó la primera sonrisa, tuvimos la impresión que no era una sonrisa, sino una vida sin haber reído que estallaba, de golpe, en su carita. Y los ojos, sus bellísimos ojos almendrados, fuero, por un instante, redondos, desmintiendo su genética asiática. De más está decir que cada sonrisa era un paso de gigante, cada paso una conquista, cada conquista una sobrecarga de felicidad. Finalmente un día ya no hubo marcha atrás. Desde aquel día Ada no ha dejado de reír. Desde aquel día no ha dejado de cantar. Ayer, viendo como hacía vueltecitas, vestida de princesa, de puntitas, emulando a la protagonista del Lago de los cisnes de la Barbie, noté como me punzaban los brutales sentimientos encontrados que mi hija, necesariamente, me hizo brotar. El sentimiento de euforia y felicidad. Y, a la vez, la enorme tristeza de recordar el año y medio que no nos tuvo y no la tuvimos. ¿Cómo debían ser sus noches, sus miedos, sus angustias? Y, a través de la Ada que un día fue y ya n o es, ¿cómo debían ser las noches y los días de las miles de Adas que hay en el mundo? ¿Cómo deben ser sus miedos? Las Adas sin hadas… Ayer cumplió cinco felices años. Ada no tiene nada que ver con la niña que fuimos a buscar en un hospital perdido, en la Siberia anónima, allí donde no habita la esperanza. Ahora es una niña querida, probablemente sobreprotegida, felizmente segura. Su habitación está llena de las fantasías que inundan su imaginación, los castillos de princesas, los príncipes que las rondan, los cuentos que explican sus gestas. En los estantes de la pared, los peluches están repartidos por faunas, aquí los perros, aquí los ositos, más allá las jirafas y los gatitos. Arriba de todo, perdido y poco abatido, yace el viejo peluche que hizo el camino de Siberia con nosotros y que nuestra hija rechazó. Nunca le ha hecho caso y un día en que hacíamos limpieza de la habitación, le dije si podía darlo. Recuerdo su mirada intensa: “nunca, nunca de la vida…” Y no dijo nada más. Desde su redonda y rotunda sonrisa. Desde las canciones que canta todo el tiempo. Desde ese “te quiero” que me lanza cada mañana cuando la dejo a la puerta de la escuela, y me orilla el alma. Desde su felicidad conquistada, quiero recordar hoy a los niños del mundo que no sonríen. Los que fueron la Ada que ahora no es. Los que morirán porqué han nacido en el lugar equivocado, en las esquinas oscuras donde no llegan los focos. Los niños tan visibles en su sufrimiento, tan visibles en las calles del mundo donde duermen, en las camas sórdidas donde son vejados sexualmente, en las guerras donde aprenden a odiar y a matar, en los hospitales donde no saben porqué se mueren de enfermedades que su madre les ha transmitido, en los cafetales donde sus manitas sangran trabajando para poder comer. Los niños visibles que hemos decidido no ver. A todos ellos, para que un día pueden tener sueños de princesas. Y a todos nosotros, para que recordemos siempre que su desgracia nace de nuestra indiferencia.

Por: Pilar Rahola